sábado, 1 de febrero de 2014

Paraíso: Amor (Ulrich Seidl, 2012)

La propuesta más ambiciosa en la trayectoria como director de cine del austriaco Ulrich Seidl está dividida en una trilogía que inicialmente estaba programada para ser una sola película, pero finalmente al percatarse de que iba a quedar muy extensa decidió dividirla en tres secciones. Cada filme se centra en la historia de una mujer diferente dentro de la misma familia (dos hermanas y la hija de la primera, que veremos juntas al principio de la primera entrega) en busca de sus anhelos durante las vacaciones, a cual más irreverente: la primera opta por el turismo sexual en África, la segunda se transforma en una especie de misionera en una cruzada para convertir a los austriacos al catolicismo, y la tercera se apunta a un campamento para jóvenes con sobrepeso. Paraíso: Amor (rodada en 2012) sigue los pasos de su anterior Import/Export dotando al cine del austriaco de algo más de luz que en sus trabajos iniciales, pero en este caso aderezado con una mayor presencia de su habitual oscuro sentido del humor que daba la sensación de haber perdido parcialmente en su película precedente. La cinta nos presenta a un Seidl tan desconcertante y explícito como siempre, aunque en esta ocasión se reserva casi todo para una escena difícil de olvidar..


La película nos presenta a Teresa, una madre con sobrepeso pasada la cincuentena (de la cual no se especifica si es soltera o divorciada hasta que nos enteramos en la tercera entrega de la trilogía) que trabaja como encargada en una feria y deja a su hija y a su gato con su hermana en Viena para realizar un viaje a Kenia buscando entrar en contacto con un universo exótico, aunque la principal motivación sea la de la búsqueda de sexo fácil con los jóvenes keniatas a cambio de dinero. La turista austriaca se percatará rápidamente de que los jóvenes que la asedian sistemáticamente en la playa además de vender las sortijas pueden apaciguar sus picores. Sin embargo, ella es más ambiciosa, quiere amor, delicadeza  y que le miren a los ojos cuando están a su vera, mientras que sus amantes, como era de esperar, sólo tienen la clara intención de hacerse con su ansiado dinero europeo, aunque curiosamente nunca se lo piden de una manera directa en un principio.


Paraíso: Amor arranca con una secuencia desconcertante muy próxima a la imaginería de Harmony Korine en sus trabajos más incendiarios, con un grupo de personas con discapacidad mental en unos autos de choque, que no tiene ninguna relación aparente con lo expuesto posteriormente en esta primera incursión paradisíaca más allá de poder ser utilizado como una alegoría sobre el infantilismo de la protagonista. En la primera parte, la narrativa se centra en la llegada de Teresa al lugar vacacional y su aclimatación junto a sus compañeras de estancia. Seremos testigos de las actividades habituales en la playa organizadas para los turistas, y el plácido descanso en las hamacas con unas conversaciones muy divertidas (por su elevado grado de patetismo) de las orondas féminas sobre las preferencias de los keniatas respecto al bello púbico, y algunos comentarios ofensivos en alemán con aires de superioridad mofándose de los nativos del lugar, como el de la mujer a quien le pone a cien el olor a coco de la piel de los negros. Otro aspecto que le otorga un aire cómico constante a la narración es la avalancha humana motorizada con intenciones de transportarla que se produce cada vez que sale del hotel o al llegar a la playa cuando sufre el asedio de los vendedores de sortijas, siempre con el «hakuna matata» (no hay problema) en boca de los keniatas. Todas estas situaciones se reiteran sistemáticamente mientras nos adentramos en la segunda mitad a través de las experiencias amorosas de Teresa.


Seidl lanza su oscura mirada  contra el fenómeno del turismo sexual y el poder del dinero capitalista mediante la presentación de las «Sugar Mamás» (nombre que se le otorga a las mujeres maduras que ya no reciben el amor que necesitan en su país y cuya felicidad pasa por la sexualidad a costa del dinero), pero también apunta a otras situaciones execrables de los habitantes de estos paraísos sexuales donde el dinero parece ser también el único motor que lo mueve todo. En un principio resulta evidente que el blanco de las iras apunta a las maduras fondonas, pero Seidl va modificando su perspectiva paulatinamente y no termina de exponer claramente quién resulta más lamentable en la relación establecida entre las turistas y los jóvenes africanos, ya que ambos se vampirizan mutuamente de un modo poco ético por motivos diametralmente opuestos. Con el pretexto del comercio sexual, Seidl vuelve a indagar en los abismos más oscuros del ser humano a través de su devastadora e incómoda visión, ausente de moralidad y plagada de sarcasmo y mala baba, que no renuncia a radiografiar los problemas, y muy especialmente las obsesiones decadentes provocadas por la alienación de la sociedad contemporánea. Su pesimismo exacerbado frecuentemente se confunde erróneamente con cinismo, misantropía, desprecio y burla, pero tras esa deprimente mirada es evidente que el autor austriaco esconde grandes dosis de un humanismo delicado que a simple vista parece estar en las antípodas de una imaginería sórdida que es utilizada como mero vehículo para mostrar los vicios universales de la sociedad. Todo ello está tratado con su frío y ambiguo distanciamiento habitual, sin utilizar prácticamente ornamentos ni subrayados, dejando claras señas de su pasado como documentalista, estimulando para que sea el espectador quien saque sus propias conclusiones y distanciándose de gran parte de los autores con tintes sociales (la mayoría de corte maniqueo) del panorama actual.


El evidente aroma documental con el que dota a sus películas de ficción parecía más propicio para historias corales como había sucedido en todos sus trabajos anteriores, pero aquí demuestra que también está capacitado para sacar lo mejor de una historia con un solo personaje central. Teresa es presentada como una mujer vulnerable que se siente vieja y fea, que inicialmente resulta antipática por su absurdo sueño romántico en un paraíso sexual de prostitución, y por el antes citado cachondeo generalizado  a costa de los nativos llevado a cabo junto a sus compañeras vacacionales, pero conforme avanza la narración va generando paulatinamente comprensión y lástima por los disgustos que se va llevando en su infructuosa búsqueda del amor, y las reacciones de su nuevo amado africano cuando no recibe el dinero esperado para sus infinitas demandas. Margarete Tiesel está descomunal en un papel complicado para una mujer de su edad y peso por la cantidad de escenas que implican su desnudez y la participación activa en la escena semi-pornográfica de rigor que suele tener una aparición sistemática en el cine del provocador Seidl.


Estéticamente hablando, la puesta en escena es la habitual en Seidl, tan atractiva como austera, siempre bajo la atenta mirada del plano secuencia, con la inestimable ayuda del tándem fotográfico formado por Edward Lachman y Wolfgang Thaler, que otorga un poderío estético que en Paraíso: Amor brilla especialmente en las escenas donde se nos muestra a las turistas tumbadas alineadas en sus camastros gracias a la ubicación de la cámara desde diferentes perspectivas para lograr una visión más amplia y sugestiva, con las que ya experimentaron en sus trabajos anteriores, especialmente en Días perros. Resulta muy atractivo el contraste entre la calma de la claridad luminosa de las actividades durante el día soleado con la de las escenas sexuales nocturnas en unos interiores con escasa iluminación artificial. La fealdad erótica y sexual es una de las señas de identidad de Seidl, y en esta ocasión vuelve a conseguir auténticos lienzos excéntricos con un admirable poder fotográfico en una auténtica oda a la grasa femenina (mediante los cuerpos rechonchos de las turistas) y al pene africano en sus diversos estados de ánimo.


Una de las grandes bazas del director austriaco es la capacidad que posee para expresar situaciones atoradas de multitud de lecturas que logran perdurar incluso en los momentos más desagradables. Se le puede achacar que en aras a ser fiel a su realismo aumentado coloca a la pobre Margarete Tiesel en situaciones embarazosas cargadas de un efectismo extravagante (que parece no poder evitar mostrar) y pueden oscurecer su devastador mensaje para los que no estén libres de prejuicios; seguramente colocados por el afán del director austriaco de no perder su privilegiada posición de gurú del «bizarrismo» cinematográfico europeo. No obstante, pedirle moderación a un director tan excesivo como Seidl sería el equivalente a lamentarse por el uso lírico del agua de Tarkovski, la frialdad religiosa de Bresson o la representación del dolor y la angustia de Bergman.

NOTA: 8/10



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