miércoles, 11 de diciembre de 2013

Drowning by numbers (Peter Greenaway, 1988)

Peter Greenaway es un autor que no le tiene miedo a nada: su formación fue pictórica y ha hecho sus pinitos como arquitecto, escultor, matemático, escritor, dibujante y cineasta. Todas esas facetas multidisciplinares tienen hueco en su peculiar iconografía, predominante en una filmografía no apta para todos los paladares por su afán de explorar los límites del cine con la clara intención de luchar contra las formas narrativas convencionales; siempre en pos de aportar algo diferente al lenguaje cinematográfico. Un autor desconcertantemente ecléctico, capaz de pasar de lo bello a lo grotesco sin apenas inmutarse, quien por desgracia, perdió parte de la inspiración con la llegada del nuevo siglo, con un estilo mucho más autocomplaciente al ya de por sí engreído proceder del británico, teatralizando en exceso la arrebatadora puesta en escena de su etapa más fructífera, la de la década de los ochenta y principios de los noventa. En ese periodo destacan El vientre del arquitecto, El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, y el filme que nos ocupa (titulado en España Conspiración de mujeres de un modo casi vergonzante).


Tras una breve introducción muy onírica relacionada con los números, la película presenta a una mujer cercana a la sesentena que responde a la infidelidad de su marido ebrio ahogándolo en una bañera. Para encubrir el crimen se aprovecha (a cambio de unos hipotéticos favores sexuales en el futuro) de la ayuda del forense del pueblo; un aficionado a crear juegos de lo más variopintos relacionados con la muerte. La homicida no da señales de tener remordimiento alguno y parece encomendar a su hija y nieta (que curiosamente tienen el mismo nombre y apellido) a que sigan su mismo camino con sus respectivos maridos, teniendo que luchar contra las habladurías provocadas por el oscurantismo de las muertes que acompaña a la familia.


Drowning by numbers es una obra misteriosa que posee una talentosa simetría estética cargada de ambigüedad, pesimismo y oscuridad, pese a estar teñida constantemente de ironía. Una película repleta de simbolismos cuyo significado (si es que realmente tienen alguno) resulta difícil de discernir. Los juegos y el agua (utilizada como un elemento redentor para el trío protagonista) son usados para unir varias historias en las que se repiten sistemáticamente unas constantes como si fuesen variables matemáticas. La cinta arranca con una niña ataviada con un miriñaque saltando a la cuerda mientras cuenta y cita los nombres de las estrellas hasta el número cien, ante la presencia inicial de un ave muerto pegado a la cámara que parece colgado en una especie de cruz. A partir de ese momento todos los números del uno al cien son mostrados durante la narración, ocultos a simple vista, pero fácilmente visibles en distintos lugares y objetos, incitando al espectador a estar atento ante todos los elementos que pueblan la recargada y colorida pantalla con la omnipresencia de la muerte y los animales gracias al auténtico pilar que sostiene a la narración: los imaginativos juegos creados por el forense, que son reconstruidos visualmente con la voz en off de su hijo, un chaval fascinado por la muerte y la circuncisión, que se obsesiona con la búsqueda de las respuestas a las cuestiones más básicas del universo.


La narración está expuesta de un modo fragmentario y con un carácter experimental y barroco, acompañada de ramalazos metafísicos con multitud de referencias y pistas escondidas de los distintos campos del mundo de la creación artística. Hay lugar para varias de las obsesiones de Greenaway: el destino, las conspiraciones, la estadística, la numerología, las teorías de la evolución darwiniana, la desnudez (casi siempre con un enfoque más feísta de lo habitual en el cine), y la crudeza camuflada por un sentido del humor absurdo, extravagante, y sin ningún sentido de la mesura. De todos modos, el citado tono cómico no llega a los excesos de la anterior Zoo, en la que se desmelenaba humorísticamente a modo de vodevil psicotrópico con un resultado igualmente barroco, pero menos alentador que en la cinta que nos ocupa. Probablemente, Drowning by numbers sea (junto a la anteriormente citada) el filme de su época dorada con el contenido más ligero por el tono cómico y juguetón que nunca abandona pese a su desconcertante disposición narrativa.


Como en la mayoría de sus grandes obras, Greenaway destaca por encima de todo por un esteticismo apabullante a través de un ritmo sereno y una narración fragmentaria y reiterativa, auspiciada plenamente en la música de Michael Nyman y la imagen, con un tratamiento prodigioso de la iluminación, el encuadre (sus perspectivas de los cuerpos en el agua resultan muy insólitas), y unos travellings laterales que suponen un auténtico deleite para los sentidos. También se toma algunas licencias psicodélicas que encajan perfectamente con el espíritu de la película, como la aparición repentina de un personaje en un plano en el que no estaba, aprovechándose de que otro personaje está capturando imágenes con su cámara fotográfica. Sus tomas son auténticos lienzos en movimiento que parecen inspirados en recreaciones de obras de arte pictórico. Buena parte de estos méritos visuales vienen de la mano de su inseparable Sacha Vierny, también habitual director de fotografía de la etapa más atractiva de Alain Resnais. Vierny proporciona un excepcional tratamiento de la luz y las sombras, con gran predilección por los fuertes contrastes en una misma escena mediante el uso de algunos elementos resaltados para hacerlos destacar frente a los que están más ensombrecidos, induciendo a que los personajes se confundan en el colorista y barroco escenario plagado de caracoles y mariposas e innumerables detalles que incitan a posteriores visionados.


La música minimalista de Michael Nyman es el acompañante perfecto para las imágenes del director británico. En esta ocasión consigue una de las partituras más sugerentes de su trayectoria, aunque se muestre de un modo más clasicista y sereno de lo acostumbrado en sus colaboraciones con el cineasta británico. Greenaway tenía tanta fe en su matrimonio artístico con Nyman que le solía encargar la música antes de rodar sus filmes, y a partir de la composición musical construía la narración. Sin embargo, en la cinta que nos ocupa la relación de amor incondicional se había enfriado por la infidelidad del director hacia el compositor cuando decidió encargarle a Wim Mertens, el otro gran minimalista europeo (y por lo visto enemigo irreconciliable de Nyman) para la Banda sonora de la precedente El vientre del arquitecto. Acto seguido, tenía pensado ofrecerle la composición de Drowning by numbers a otro compositor, pero finalmente volvió al redil de Nyman, por primera vez con la película ya finalizada, pero la calidad de la partitura no se resintió en absoluto.


Greenaway narra una historia aparentemente inverosímil (como sucede en la mayoría de sus premisas) logrando que el artificio argumental quede perfectamente ensamblado con sus imágenes; aunque resulta evidente que en esta etapa de su trayectoria la trama era uno de los factores menos trascendentes en su universo. Sin embargo, los diálogos están repletos de ingenio y mala baba contra ciertas actitudes del ser humano, y muy especialmente contra la torpeza de los habitantes masculinos de la aldea, presentados como auténticos necios que viven en una auténtica burbuja de mediocridad, con una actitud pasiva y cercana a la estupidez, un aspecto que contrasta con la presentación del bello e inteligente trío de féminas. Las tres mujeres consiguen generar simpatía a pesar de la frialdad de sus personajes, quienes carecen de ningún remordimiento por sus atroces actos. Todas las actuaciones principales son plenamente convincentes, especialmente la de la veterana Joan Plowright,  la de Joely Richardson, y la del siniestro niño.


El cine de Greenaway tiene una personalidad tan pronunciada (incluso en su época menos inspirada) que resulta difícil equiparar con otro autor. Sus influencias son más pictóricas que cinematográficas (siempre ha procesado una admiración por Rembrandt que no disimula en su puesta en escena), pero si hubiera que emparentarlo con alguien del medio sería con autores con un alto contenido intelectual como Bergman, Antonioni, Godard, y los inicios de Resnais; además de compartir un gusto habitual por el exceso que remite a Pasolini y Fellini (a quien homenajeó en 8 ½ mujeres). Todos ellos admirados con vehemencia por el peculiar autor británico.


No nos engañemos, Drowning by numbers no es una película al uso, pero dentro de la extrañeza común en los planteamientos de Greenaway supone, posiblemente, su obra más accesible, y para un servidor significa el mayor logro estético de su filmografía junto a la provocadora El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante. Un relato que se mueve con total naturalidad a través de unas alucinadas reglas que si calan proporciona una experiencia visual y sensorial plenamente hipnótica e inmersiva. La película ideal para iniciarse en el portentoso y, la mayoría de las veces, autocomplaciente universo de Peter Greenaway.


NOTA: 9/10 

No hay comentarios:

Publicar un comentario