jueves, 12 de abril de 2018

Rent-a-Cat (Naoko Ogigami, 2012)

La japonesa Naoko Ogigami es una cineasta que se ha hecho un hueco importante entre los grandes autores contemporáneos de su país, lo cual no es óbice ni circunstancia para que no sea vilipendiada injustamente (como tantos otros autores asiáticos) por la distribución cinematográfica de nuestro país (de hecho, es bastante marginal en nuestro territorio, incluso en el ámbito festivalero). La directora nipona posee una filmografía que cuenta con varios títulos que no tienen desperdicio, amparados en una atmósfera muy cuidada con la sencillez y la ternura por bandera y un sentido del humor muy particular que saca partido del patetismo de las situaciones y de sus inadaptados, entrañables y muchas veces inexpresivos personajes, dotados de cierto misterio y extravagancia, que protagonizan situaciones bastante absurdas y tienen fijación por la meditación (para huir del estrés de la gran ciudad y de sus problemas con las relaciones humanas) y la gastronomía. Un cine de naturaleza optimista que, curiosamente, está poblado por personajes tristes y ligeramente deprimidos que encuentran una pequeña motivación que les hace salir del letargo durante su pequeño trayecto.










Todas las obras de Ogigami que he tenido el placer de ver (todas menos su segundo largometraje, del que no se encuentra muy contenta y tiene toda la pinta de ser un encargo) brillan a un nivel muy similar. En Yoshino’s Barber Shop, su primer filme sobre un pequeño pueblo donde todos los varones tienen el mismo y ridículo corte de pelo, ya aparecían casi todas sus constantes, aunque no resulte una experiencia tan redonda como el resto de su filmografía. Su primer largometraje 100% personal llegó con el tercero (Kamome Diner), un relato sobre un restaurante con muy poco éxito en Hensilki regentado por una japonesa, que parece influenciado por el sentido del humor marciano y silencioso de Aki Kaurismäki, a quien recuerda especialmente en esta ocasión, además de por estar rodada en Finlandia gracias a la presencia del gran Markku Peltola. En Glasses (uno de sus trabajos más inspirados y representativos) nos introduce en las vacaciones de una profesora en un pequeño hotel costero regentado por un extraño individuo y que cuenta con una clientela muy variopinta que se dedica principalmente a una curiosa actividad a la que llaman "crepusculeo". En Toilet (filmada en Canadá y ambientada en Estados Unidos) muestra la historia de un ingeniero obsesionado con unos muñequitos de robots; un individuo que no soporta las relaciones humanas y se ve obligado a vivir con sus dos excéntricos hermanos y su peculiar abuela japonesa que no sabe una palabra de inglés. Finalmente, en Close-Knit, su última película, mantiene el listón muy alto con un ligero cambio de registro al tratar unos temas tan delicados como la transexualidad o la maternidad de personas sin escrúpulos. Su habitual dulzura se multiplica notoriamente en detrimento de la irreverencia de su comicidad, aunque hay algunas escenas y pequeños detalles muy divertidos como los falos de lana que teje el trío protagonista.


La premisa de Rent-a-Cat (Rentaneko en japonés) no puede ser más original e irreverente: una mujer cercana a la treintena vive rodeada de infinidad de gatos, triste y obsesionada con la figura de su abuela (la persona de quien heredó esa devoción gatuna) fallecida recientemente, con la que se comunica a través de una foto. Ella se gana la vida con un servicio de alquiler de gatos para hacer compañía a personas solitarias, aunque a cada cliente con quien se topa le explica que tiene otra fuente de ingresos (todas diferentes) que es la base de su economía. Todos los días camina cerca de un río con un carro repleto de las citadas mascotas y vocea con un megáfono para publicitar su actividad a la gente con la que se topa. Lo más absurdo de su premisa es que esa relación de los clientes con los simpáticos gatos tenga fecha de caducidad. Los interesados deben someterse a duros y minuciosos controles en los que han de demostrar estar preparados para la compañía gatuna. La protagonista se muestra inusitadamente optimista para el cacao mental que lleva. Se encuentra tan sola como sus clientes, pero ha decidido encontrar un marido y tiene multitud de objetivos en la vida que anota en su pared.


La película (con mayor aire de fábula que de costumbre en Ogigami) cuenta con el característico cariz minimalista de todos sus trabajos (cuyo guion siempre está escrito por ella misma, salvo el de su experiencia finlandesa, inspirada en una novela, aunque  también colabora en el guion) con una acción que brilla por su ausencia. De todos modos, no nos encontramos ante su película menos narrativa (Glasses se lleva la palma en cuanto a recrearse en los silencios, la contemplación y la espiritualidad). La directora nipona, como siempre, se detiene en pequeños detalles y en los gestos de los personajes mientras se deleitan con las actividades más nimias de la vida como tender la ropa en el interior de la vivienda en un día de lluvia, tomarse un helado, comerse el agujero de una rosquilla (utilizado como metáfora varias veces) o estrenarse bebiendo una cerveza (una de las mayores obsesiones de Ogigami, presente en casi todas sus obras) en compañía.


Sus narraciones se caracterizan por no ser conclusivas. A pesar de que en la mayoría de ellas aparezcan pequeñas lecciones de ligeros cambios que da la vida, sus personajes no sufren grandes variaciones de actitud ni de personalidad durante el metraje, huyendo de la dramatización y la trascendencia del cine que suele preocuparse de personajes solitarios. En todas sus películas parece predominar la ligereza, pero si rascamos un poco hay una crítica evidente a diferentes aspectos: la velocidad de vida, la diferencia de clases, el conservadurismo, la sumisión, la indiferencia y la uniformidad de la sociedad nipona contemporánea que aún mantiene la mayoría de los vicios de sus ancestros, además de preocupaciones tan japonesas como la melancolía, la muerte y la soledad de las grandes urbes (hay que recordar que los hikikomori son originarios del país del sol naciente).


Normalmente, la autora nipona, a quien cuesta encontrar un referente en el séptimo arte con el cual comparar (una de sus películas favoritas es Happiness, pero su sello y el del siempre sórdido Todd Solondz son como la noche y el día) huye de recrearse en las circunstancias que llevan a los personajes a su situación actual, aunque en esta ocasión el recurso de la voz en off inicial explica su incondicional devoción por los gatos desde la infancia (a veces se pregunta si desprende algún tipo de olor que les atrae y más adelante nos introduce en el pasado utilizando imágenes de cotidianeidad de la protagonista en el presente). Unos recuerdos de los que sólo hay imágenes de su estancia en el hospital del colegio junto a un compañero con quien se topa en el presente. La película, atorada de pequeños momentos encantadores y oníricos cuenta con un desarrollo episódico y reiterativo (casi a modo de sketches individuales) en el que observamos las particularidades de los diferentes clientes, cuatro para ser más concretos.


Uno de los puntos más destacados son las simpatiquísimas muecas de asombro de Mikako Ichikawa hacia sus clientes y sus mascotas (una actriz presente también en Glasses), aquí con mucha más expresividad que otros personajes de la directora japonesa. Le vemos hacer las diferentes actividades a las que se dedica, todas ellas con la ayuda inestimable de sus mascotas (en unas escenas oníricas en las que no especifica claramente si son reales o ensoñaciones, a diferencia de un desquiciante y premonitorio sueño en el cual se topa con uno de los posteriores clientes). La protagonista representa a la perfección la legendaria figura urbana de la loca de los gatos, eso sí, desde una óptica más jovial y menos inquietante que la que tenemos preconcebida. Quienes hayan seguido la carrera de Ogigami, probablemente echarán de menos la presencia de la veterana Masako Motai, la auténtica musa de la mayoría de su filmografía que ha desaparecido en sus dos últimas obras o de Satomi Kobayashi, imagino que para darle un cariz renovado a un estilo que varía muy poco en sus películas más allá de las diferentes temáticas utilizadas, que son la excusa perfecta para sacar a relucir su atmosférica y personal dirección.


En Rent-a-Cat ofrece de nuevo una puesta en escena naturalista y una estética colorista dotada de un elevado sentido fotográfico, casi siempre con el objetivo colocado en un lugar sugestivo, deteniéndose en los interiores y en pequeños elementos que conforman el jardín donde la protagonista pasa buena parte de su tiempo y tiene unos encuentros con un desconcertante individuo (vestido de mujer) que le incordia sobre su estatus de soltera y persona solitaria y le comunica que poco tiene que hacer ya que es la reencarnación de un saltamontes. No es la primera vez que ese detalle aparece en su filmografía: uno de los miembros de la familia de Toilet (el que no sale nunca de casa) se viste de mujer en la intimidad y en la reciente Close-Knit, antes citada, uno de los personajes principales es un transexual dotado de una sensibilidad y un corazón sin parangón.



En definitiva, una película encantadora que, como suele suceder con su directora, a pesar de su incuestionable dulzura nunca cae en terrenos empalagosos gracias a la personalidad marciana de sus personajes; imprescindible para los amantes de los gatos (hay una extensa galería y muy simpática, de todos los colores y tamaños, de los reyes del ronroneo que provocará auténticos sarpullidos a los alérgicos a estos fascinantes felinos caseros), de los personajes algo perdidos psicológicamente, de la cadencia sosegada y los planos extensos del cine de autor japonés. Perfecta para iniciarse en el atractivo universo de Naoko Ogigami, mi cineasta femenina favorita.

NOTA: 8/10


martes, 28 de febrero de 2017

El profundo deseo de los dioses (Shôhei Imamura, 1968)


El nombre del gran Shôhei Imamura siempre aparece entre los más importantes dentro del cine japonés gracias a su rompedora etapa de la década de los 60, en pleno auge de la nueva ola de su país. También es uno de los autores que más influenciaron al cine asiático contemporáneo en el boom que se produjo a finales del siglo pasado y principios del presente; especialmente a raíz de su dignísima etapa final (La anguila, Doctor Akagi y Agua tibia bajo un puente rojo). Sin embargo, la mayoría de sus películas han tenido una acogida bastante tenue (incluso en su propio país) a pesar de ser uno de los escasos cineastas que han ganado dos veces la Palma de Oro del Festival de Cannes (en 1983 y 1997) por La balada de Narayama y La anguila (sus dos trabajos más conocidos por estos lares). Imamura cuenta con una filmografía abrumadora por la elevada cantidad de joyas que tiene en su haber. Entre sus 18 largometrajes de ficción, además de las dos ganadoras en el reputado festival francés y de la obra protagonista de este humilde homenaje (mi favorita de su director), no tienen desperdicio La mujer insecto, Intento de asesinato, Los pornógrafos, La venganza es mía, Lluvia negra y Doctor Akagi, por citar sólo unas cuantas.



Su combativa crítica a la sociedad japonesa del momento, desplegada en toda su obra desde Cerdos y acorazados (su quinta incursión cinematográfica que estableció un cambio radical en su estilo de dirección) solía ser expuesta a través de las familias, casi siempre exhibidas de un modo disfuncional. Todo ello impregnado con su personal pesimismo humanista (disfrazado en infinidad de ocasiones de cruel ironía) con el comportamiento humano y las jerarquías sociales; una mirada subversiva, retorcida y satírica, atorada de provocación, pero no exenta de belleza en momentos puntuales, y un compromiso hacia los más necesitados que poco tiene que ver con los maniqueos abanderados del cine contemporáneo de corte más social. Sus historias tienen un incuestionable perfil antropológico, pero se agradece que carezcan de moralina redundante, más allá de recalcar que la tierra no es ese planeta idílico que muchos se empeñan en hacernos ver. La evidente simpatía que procesa hacia sus desheredados (bárbaros, zoofílicos, incestuosos, lerdos, vagabundos, violadores, asesinos, prostitutas, adúlteros, pornógrafos, proxenetas y ladrones) no es óbice para que no predomine un tratamiento con un distanciamiento muy próximo al del género documental.


El profundo deseo de los dioses fue su proyecto más ambicioso de la década de los 60, con el presupuesto más elevado hasta la fecha, que derivó en numerosas pérdidas por la inexplicable escasa aceptación popular que tuvo en las salas de cine de su país (y fuera de él) que le hizo replantearse durante un tiempo su carrera en el medio cinematográfico. De hecho, no volvió al cine de ficción durante una década, en la que sólo se dedicó al género documental, como comenta en el interesantísimo homenaje televisivo sobre su figura, dirigido por el portugués Paulo Rocha, en el que saca a relucir su simpático carácter y no duda en reírse constantemente de su persona y de su entorno cinematográfico. En Shôhei Imamura, el librepensador (el citado documental) explica, de un modo tan reflexivo como los mensajes implícitos en sus películas, su «modus operandi» como director y la fascinación que sintió por la preciosa isla que sirve de escenario a la película; un detalle que provocó que el tiempo de rodaje final (18 meses) se triplicara respecto al previsto inicialmente (6 meses), con todo el gasto económico que ello supuso.


La premisa de la película (rodada en 1968) deja bien a las claras que nos encontramos ante una obra de Imamura: un individuo aparece en pantalla encadenado en un hoyo que tiene una roca enorme que cayó en su arrozal 20 años atrás como consecuencia de un maremoto. La piedra rojiza debe ser extraída por este peculiar hombre (aunque tarden varias generaciones en tan absurdo empeño) porque su descerebrada familia vive en la creencia que con ello calmarán a los dioses (el encadenado pescó en el pasado con dinamita, algo prohibido en la zona, y también quedó crucificado por su promiscuidad y sospechosa sexualidad) antes de que estos acaben con la protección de la isla de Kurage. El incansable picador encadenado es hijo del patriarca de los Futori, una familia aislada perteneciente a una sociedad que vive igual de apartada de la civilización, anclada en el pasado bajo la creencia de que el universo, la naturaleza y los dioses forman parte de un todo, en una isla tropical del Pacífico en la que sus habitantes buscan desesperadamente la presencia de agua dulce para subsistir. A pesar de ser la familia más antigua de la isla, está marginada por unos habitantes que los tratan como las bestias rudas que son (tienen prohibido salir a pescar hasta que reparen sus vergüenzas con la roca) y les acusan de traer mala suerte a la isla. Su primitiva y mística existencia se verá alterada con la llegada de un ingeniero procedente de Tokio con la intención de excavar un pozo que suministre agua a los campos de azúcar para acabar con la crisis de sequía de la isla.


Como siempre, Imamura nos sitúa en posición de incómodos mirones, como si espiáramos a través de una puerta abierta en un habitáculo (o desde la lejanía) con un lenguaje elíptico que nos estimula una curiosidad turbadora, en el cual predomina la ausencia de explicaciones del cine occidental más convencional, con la intención de realizar preguntas incómodas sobre la sociedad de su país de finales de la década de los 60, centrándose en el atraso de las zonas rurales, con el incesto al orden del día; una práctica muy impopular (presente en mayor o menor medida en la mayoría de sus películas). Esta vez asoma fusionándolo de un modo muy desternillante con la religión más ancestral. Cabe recordar que el sexo entre miembros de la misma familia posee mucho arraigo en un país del sol naciente que, como nos lo han explicado una ingente cantidad de cineastas nipones, se hallaba en esa fase en una dura pugna entre la tradición conservadora del pasado y todos los problemas que devienen de la modernidad, el dinero y la comercialización de los sentimientos del capitalismo salvaje que se instaló de un modo aún más agresivo tras perder la guerra contra Estados Unidos. Esa disputa, junto a la del turismo (y, por ende, el capital), que finalmente prevalecen sobre las tradiciones, es uno de los puntos sobre los que se sustenta este incomprendido filme.


Como suele suceder con varios autores asiáticos, el director de Un hombre desaparece disfruta exhibiendo las ancestrales tradiciones religiosas, plagadas de supersticiones absurdas y cachondas que dan un juego muy irreverente a la narración, como el mito del nacimiento de la isla, que se produjo mediante la incestuosa relación entre dos dioses hermanos. También hay espacio para chamanes en trance, lugares sagrados, leyendas sobre islas secretas que suponen una válvula de escape para el encadenado y escenas con extraños rituales llevados a cabo con unas máscaras muy inquietantes. La presencia de la religión en las historias del director nipón siempre recalca el egoísmo de sus practicantes, unos seres caprichosos que acoplan su credo a su libre antojo con el fin de excusar su situación. Tampoco faltan sus habituales escenas subidas de tono, ni se corta un ápice a la hora de exponer las miserias humanas de unos personajes dominados por la culpa y los deseos reprimidos. En esta cinta, sin embargo, no llega a los extremos de brutalidad y escatología presentes en La mujer insecto y La balada de Narayama, dos películas íntimamente conectadas con El profundo deseo de los dioses por la forma de exponer el primitivismo exacerbado como forma de vida. De todos modos, el mordaz autor japonés no se casa con nadie y, una vez más, parece interesado en señalar que hay muchas menos diferencias de las que pensamos entre los métodos presentes en el Japón feudal con los del «civilizado» siglo XX que aquí retrata.


Imamura combina escenas de cotidianeidad de sus personajes con bellas capturas del entorno de la naturaleza, que parecen pertenecer a un documental y que, como en La balada de Narayama, están perfectamente ensambladas con el hilo narrativo y son usadas para realizar divertidas analogías con la conducta del ser humano. Esas imágenes de la flora y la fauna dan la sensación de recriminar en ambas obras que, a pesar de su dominio del lenguaje y su cacareada superioridad moral, resultan casi imperceptibles las diferencias entre la actitud del ser humano (siempre haciendo caso a los más bajos instintos) con la del resto de animales que pueblan la naturaleza. Imamura pone toda la carne en el asador de la extravagancia en el retrato de la peculiar familia Futori. Salvo el hijo del encadenado (que parece el más equilibrado y está ansioso por abandonar la isla rumbo a Tokio), todos dan la sensación de ser unos individuos contradictorios, dotados de una moralidad dual y desconcertante. El abuelo es el más intransigente a la hora de respetar las supersticiones, pero se mueve por casa con un esplendoroso taparrabos y fue el primero de la familia en practicar activamente el incesto. La tontita, hija del encadenado y nieta del anciano, es el alma cómica de la película. Resultan muy divertidas las escenas iniciales con sus constantes picores sexuales que devienen en un insoportable dolor de oído cuando no consigue saciarlos y su sudorosa efusividad sacando la lengua cuando captura a un ratoncito o intentando seducir al ingeniero. Otro de los puntos fuertes es la simpática relación que tiene lugar entre el hombre del hoyo y su hermana, una sacerdotisa del templo sagrado que considera que los dioses la han abandonado. Ambos están locamente enamorados, pero han de reprimir sus irrefrenables impulsos para no causar más ira a los dioses.


Hay mucha obsesión por el detalle dentro del voluntario desorden narrativo que caracteriza al grueso de la filmografía del genial director nipón, que invita a adentrarse varias veces en cada uno de los filmes de un autor con una innata capacidad para contar historias a través de sus extravagantes y marginales personajes, su ambigüedad y su supervivencia en un mundo hostil, especialmente la de sus féminas que aparecen con un carácter muy fuerte, provocado por su constante lucha contra la crueldad de un mundo dominado por el hombre, estaca en mano. Sus personajes, casi siempre, aparecen llevando a cabo acciones muy desagradables, rompiendo tabús y tomando la peor de las decisiones en las relaciones humanas que establecen. Se produce un encantador y chocante contraste entre la dudosa actitud de unos personajes repletos de taras emocionales, que encarnan la parte más troglodita de la conciencia humana, mientras realizan comentarios dotados de una inusitada carga filosófica a pesar de tratarse de unos seres humanos, a priori, tan poco proclives para la reflexión; y el extraño vínculo que se establece con ellos, entre la seducción por el marcianismo de su forma de vida y la repulsión absoluta hacia sus actos más arcaicos. Imamura se recrea en los aspectos más psicológicos, con la intención de mostrar los diferentes puntos de vista y la evolución de cada uno. Aspectos que ayudan a tratar de comprender sus desesperados actos, aunque la mayoría terminen resultando entrañables en su pérdida de papeles paulatina.


Su puesta en escena (sobre todo en su exuberante etapa de la década de los sesenta) se encuentra mucho más próxima a autores del calado de Hiroshi Teshigahara, Nagisa Oshima o Yoshishige Yoshida que al de sus prestigiosos compatriotas cineastas de la generación anterior, que contaban con un enfoque mucho menos sucio y realista. Imamura (un confeso admirador de Akira Kurosawa) se inició como asistente de Yasujiro Ozu, con quien mantendría posteriormente unas serias diferencias ideológicas en su lenguaje cinematográfico, a pesar de su irrefutable admiración, por el tratamiento distante que otorgaba a la actuación el director de El sabor del sake, que se encontraba lejos de otorgar el ímpetu y el fulgor de los personajes de Imamura (estaría bien saber qué opinaba de los espectros inexpresivos de Robert Bresson), por el aburguesamiento de las gentes retratadas, por su moderada manera a la hora de exponer la crítica a la sociedad de su país y por el conservadurismo formal que el innovador director japonés consideraba anclado en el pasado. De esa prestigiosa generación anterior de la que quería distanciarse a toda costa, también resulta inevitable la comparación con Kenji Mizoguchi, otro de los grandes del séptimo arte japonés, con el que comparte la atracción por los personajes marginales, pero a diferencia del director de Cuentos de la luna pálida de agosto, a pesar de que sus protagonistas coincidan en tener cierta ingenuidad, se comportan de un modo mucho más dudoso moralmente. Además, Imamura desvía la atención del melodrama, terreno en el que Mizoguchi se sentía como pez en el agua y, aunque ponga gran interés en señalar sus trágicos problemas para subsistir, rehúye de cualquier atisbo de generar misericordia o empatía hacia sus cerriles personajes.


Aunque estén presentes todos los temas predilectos de sus películas anteriores, en su primera incursión que renunció al blanco y negro hay un evidente cambio de tono y de ambiciones estéticas gracias al colorido proporcionado por la excelsa fotografía de Mazao Tochizawa, que aquí hace gala de un gran uso de los filtros de colores ofreciendo una calidad de imagen que sorprende muy gratamente tratándose de un filme de hace casi 50 años. El objetivo, como en todos los trabajos anteriores de los 60 de Imamura, siempre se encuentra en el lugar idóneo, con unos ángulos muy vanguardistas y sugerentes, haciendo especial hincapié en sus habituales tomas cenitales, aunque esta vez se nutra de una narrativa menos compleja y desafiante que la de esos iconoclastas filmes tan representativos de la nueva ola japonesa. Principalmente, porque sus características reminiscencias surrealistas, con la constante aparición de imágenes oníricas de las que no tomamos plena conciencia de cuando representan la realidad y cuando son meras ensoñaciones, a partir de esta película dejaron de tener tanta trascendencia en su ideario cinematográfico (salvo en La venganza es mía y Doctor Akagi). 


No obstante, en esta cinta (y en las posteriores) sigue presumiendo de un manejo virtuoso del objetivo, de la profundidad de campo y unos jugueteos con la luminosidad muy atractivos. La fotografía se aprovecha del bello entorno de la isla, con predominio del tono verdoso propiciado por la vegetación, el amarillento del brillo del sol y, muy especialmente, el azulado del agua del mar. Una vez más, vuelve a dejar evidentes muestras de su fascinación por el líquido elemento como medio indispensable en sus historias, ya sea en forma de la omnipresente agua del mar y el sudor corporal motivado por el calor en la cinta que nos ocupa, de la recurrente pecera casera con la que se quedaba hipnotizada la chica de Intento de asesinato, de la orina expuesta como esperpéntica forma de protesta femenina colectiva en Eijanaika, del hábitat natural de la mascota del redimido protagonista en La anguila o de los fluidos irreverentes que acumulaba la misteriosa mujer de Agua tibia bajo un puente rojo antes de cada acto sexual.


El profundo deseo de los dioses es una tragicomedia coral, algo exigente por sus casi tres horas de duración (la mayoría de las obras más potentes del japonés no bajan de las dos horas y media) y porque está repleta de personajes pintorescos realizando acciones que se escapan a la lógica. A pesar del innegable perfil cómico imperante durante la mayor parte del metraje, la narración se torna muy tenebrosa y triste conforme se aproxima a un epílogo mágico del que se pueden extraer diferentes interpretaciones y deja un pequeño poso para la esperanza con un final abierto. Sin duda, nos encontramos ante la incursión más incisiva y sarcástica de Shôhei Imamura y la que mejor representa su personalidad libertina y provocadora. Un relato perfecto para iniciarse en la filmografía de uno de los autores más personales que ha deparado el cine japonés, asiático y universal a lo largo de su historia.


NOTA: 9/10   

lunes, 4 de mayo de 2015

Pickpocket (Robert Bresson, 1959)

“Oh Jeanne, qué camino tan extraño he tenido que tomar para encontrarte”. Con esta cita tan poderosa, con ese beso apasionado (a la manera "bressoniana", se entiende) se cierra Pickpocket y al mismo tiempo queda inaugurado el Bresson entendido como tal aunque, bien es cierto, el director francés nunca cesará en su empeño de seguir depurándose estilísticamente. Y quizás, más allá de los modelos, y de la aversión a la “interpretación” en su modo más standard, lo realmente relevante en Pickpocket es el uso de la desnudez y todo lo que conlleva. No se trata tan solo de la asepsis en decorados, o en el contraste más lumínico que oscuro del blanco y negro, no. De lo que se trata es de ver como reflejar dicha depuración, en todos y cada uno de los aspectos del film. Desde la ataraxia en la emoción de los rostros, pasando por el plano detalle de esas manos que se mueven, roban, se tocan, acarician los objetos y a otras manos, todo conduce a una abstracción de lo visual, a una huida constante (no en vano estamos ante un thriller) que no solo es argumental, sino vital, trascendente. Es el extraño camino al que hace referencia el protagonista, esa carrera hacia un punto de fuga que solo puedo ser guiado por un ente superior, cualquiera que sea el nombre que le pongamos.


La emoción pues, no es algo que se encuentre a flor de piel en los fotogramas "bressonianos". Estamos una vez más ante la idea del desnudo entendido no como la ausencia sino como un lienzo en blanco. Lo que Pickpocket transmite, esencialmente en esas miradas perdidas, en la ausencia de gestualidad, en la pose mortuoria, es la necesidad que sea el espectador, actuando como demiurgo, el que llene el vacío, el que pinte, por decirlo de alguna manera, con los colores que el fatum parece haberle negado sus protagonistas. Claro está, que todo ello, no es concerniente en exclusiva para este film. Sin embargo su importancia es capital, puesto que sienta las bases de lo que estará por venir.


Lo exclusivo, en cierta manera de Pickpocket, es que por primera vez una ideología concreta, una manera de ver el cine (que en el caso de Bresson aún va más allá al negar el propio concepto “cine”) es trasladada exitosamente del marco teórico a la pantalla, anticipándose a los jóvenes turcos de la Nouvelle Vague. Pickpocket es, de alguna manera, una metáfora sobre transferencias. El robo, como método, es el sistema básico y superficial de obtener una ganancia, cierto. Pero también es el método, ese camino extraño declamado al final, para la realización de un sueño romántico apenas mostrado pero palpable. 


Y sí, fundamentalmente estamos ante un cine de transferencia bidireccional entre la pantalla y el espectador, un sistema de bombardeo de conceptos elididos, de fueras de campo visuales y emocionales con destino más al córtex cerebral de la audiencia que a la cornea. Un auténtico estudio científico de planificación, de lógica, de estructuración. Bresson demuestra que las emociones no son lo mismo que la emotividad, que lo que dicta el corazón puede trascenderse, y ponerse en imágenes, desde la fría concepción  lógica, desde lo empírico. De hecho no es difícil imaginarse al director francés más con un microscopio que con una cámara, como un científico mirando a sus personajes como moléculas, al espectador como conejillo de indias. Indagando, creando. Trascendiendo.


Escrito por Alex P. Lascort



lunes, 13 de abril de 2015

Mil gritos tiene la noche (Juan Piquer Simón, 1982)



Hay un cierto acuerdo global en que la mejor película de Juan Piquer Simón es Mil gritos tiene la noche (título increíblemente mal traducido del más sugerente y coherente con el film, Pieces). De alguna manera se interpreta como su film más sólido e, incluso, con cierta capacidad no solo para coger el guante del incipiente slasher, sino para generar novedades al subgénero. Pero, ¿es esto realmente así? Si bien es cierto que algún que otro mérito se le puede otorgar a la película, esencialmente en cuanto a originalidad en las muertes y en la creación de un leiv motiv musical para el asesino, la verdad es que en el fondo estamos ante un más de lo mismo, como si del reverso cutre de cine de autor se tratara, en lo concerniente al universo “piquersimoniano”. Desde líneas de diálogo que por sí solas justifican y destruyen toda la trama posterior, pasando por un montaje de diversiones a lo Eisenstein que no lleva a ningún lado, estamos ante posiblemente uno de los peores arranques jamás filmados en la historia del cine.



A partir de aquí la cosa se estabiliza, y entramos en un cierta rutina “asesinato-misterio-investigación” que arroja, eso sí momentos de ridículo espantoso. Desde el Bud Spencer de pandereta poniendo obvias caras de malo que llevan más a la risa que al miedo, hasta inspectores de policía que confían el caso a un estudiante pardillo sin coartada alguna, pasando por una policía “infiltrada” cuya identidad conoce toda la universidad, no se puede caer más bajo en materia de coherencia y de construcción argumental. Eso sí, la palma en materia de bochorno se la lleva la capacidad del asesino de disimular que lleva una moto sierra escondida en la espalda junto al momento artes marciales tan en boga por la época.



En su debe, sin embargo, está cierta sordidez en las muertes, la generosa cantidad de sangre (in crescendo durante todo el film) derramada y la abundancia de destetes patilleros que trufan la función. Elementos estos imprescindibles en cualquier slasher que se precie y que Piquer Simón lleva a sus niveles más óptimos. Junto a ello también es destacable el intento de fusionar el género con primos hermanos cinéfilos como el giallo. Intento que se limita a ponerles guantes al asesino y cambiar su weapon of choice en modo random de moto sierra a cuchillo de cocina.


En definitiva, Mil Gritos Tiene la Noche pretende ser un psychothriller oscilante ente lo psicológico y sangriento y acaba siendo más bién un psicotrópico divertimento. Porque eso sí, sea por sus torpes elipsis, por sus fallos de raccord exhibicionistas o por su deficiente montaje, esta es quizás la película más disfrutable en cuanto ritmo y ratio metraje/argumento. No, esto no al convierte en la película más aceptable de la filmografía "piquersimoniana", pero sin duda, le da todos los ingredientes para ser la más recordada y, en cierto modo, disfrutable.


Escrito por Alex P. Lascort


lunes, 30 de marzo de 2015

Moebius (Kim Ki-duk, 2013)

Después de dirigir Pietà, ganadora del León de Oro en Festival de Cine de Venecia del 2012, el coreano Kim Ki-duk ha realizado la película más polémica de su larga carrera como director de cine. Una obra que fue inicialmente restringida en Corea del sur, propiciando que su director se viese obligado a recortar alguna escena para poder ser estrenada en las salas convencionales. La junta que se encarga de estos asuntos en su país consideró de un modo vergonzante que la actividad sexual que mantienen los miembros de la familia protagonista la convierte en una obra inadecuada para los jóvenes por su contenido violento, inmoral y antisocial. La cinta sigue los caminos oscuros explorados en Pietà respecto al tema tabú del incesto, con la diferencia de que en su anterior trabajo tenía la coartada moralista de un giro de guión que la hacía digerible para las mentes más sensibles a la presencia del sexo familiar, aunque viniese a través de una situación mucho más lamentable, como es la de una violación.



Moebius posee uno de los arranques más acelerados y demoledores que se recuerdan en una pantalla de cine. Nada más empezar presenciamos una patética pelea en el suelo entre el marido y la mujer de una familia acomodada coreana ante la indiferencia del tercer miembro de la familia, su hijo adolescente. La esposa  parece mentalmente inestable después de ver cumplidos los temores que habían propiciado la disputa inicial, al descubrir horas después en un coche a su marido con una tendera dándose el lote, y ver a su hijo espiándolos. Al llegar la noche, ya en su hogar, se introduce en la habitación armada con un cuchillo con la funesta intención de vengarse de su marido amputándole el pene mientras duerme, pero éste consigue reaccionar y salir indemne. La mujer decide volcar toda su frustración con su hijo, a quien había visto minutos antes masturbándose, posiblemente con la imagen mental de la tendera, y acaba consumando la anhelada castración, que culmina con el pene sacrificado de su hijo en su boca para que no pueda ser recuperado. Todo esto, que para muchos directores podría suponer el argumento de una película si tuviesen el arrojo de llevarla a cabo, sucede en los primeros nueve minutos, mientras que el resto de la película se centra en indagar las repercusiones de tan descerebrada acción en el seno de la familia.


Ki-duk vuelve a incidir en conceptos cristianos como el perdón, la culpa y la redención mezclados con comportamientos irreverentes que harían que Sigmund Freud se frotase las manos, y alegorías circulares budistas como anuncia su título, que hace referencia a una banda o cinta circular con una sola cara y un solo borde. El repertorio de Moebius está plagado de todo tipo de perversiones retorcidas y situaciones relacionadas con el aparato sexual masculino: castraciones, violaciones con y sin pene, búsquedas desesperadas de innovadores avances en el trasplante del órgano copulador masculino, luchas encarnizadas en el suelo para recuperar un pene amputado con el fin de recuperarlo mediante cirugía, y la parte más irreverente que sustenta mayoritariamente la cinta, las automutilaciones con piedras y cuchillos para obtener placer a través del dolor y así sustituir la ausencia del miembro viril. Ki-duk utiliza en primera instancia esta fabula moral y sexual con tintes de tragedia griega para hablarnos de la decadencia de la sociedad contemporánea, y muy especialmente del desmembramiento de la estructura familiar. Seremos testigos de un auténtico descenso a los infiernos del núcleo familiar por culpa de una decisión descerebrada, la de la castración provocada por el adulterio, que alterará por completo su existencia. Posteriormente, el director coreano pone toda la carne en el asador en incidir en las alternativas que ha de buscar una persona que pierde su miembro viril en su búsqueda quimérica de placer sexual. El joven se encuentra en esa etapa de la vida en la que el pene lo mueve prácticamente todo, y de repente se encuentra sin él y ha de combatir no solo con ese trauma, sino con el cachondeo generalizado que provoca su nuevo estatus sexual entre sus compañeros de escuela.


Pese al desconcierto y estupor generados por un arranque tan devastador que transita al margen de la cordura y de lo políticamente correcto, el director coreano construye una historia intensa con convicción y consistencia, aunque eso no sea óbice para que dé rienda suelta a su versión más oscura y grotesca. No obstante, Ki-duk es consciente de lo pasado de vueltas que resulta su artífico argumental y atenúa las situaciones dotando a la película de un aire cómico muy siniestro que no había tenido lugar de manera tan desaforada en su filmografía, salvo en pequeñas dosis aisladas, pero que aquí funciona de maravilla. El coreano bordea peligrosamente el ridículo en algunas fases, pero tiene el don de salir indemne con una obra valiente que toca temas tabúes que parecen vetados en el cine. Los planteamientos del director coreano siempre se han caracterizado por un elevado grado de inverosimilitud que no suele afectar a la potente conexión emocional que se establece con sus perturbados personajes. Sin embargo, aquí toca techo en la presentación de una historia improbable, pero que supone el marco perfecto para mostrar la decadencia moral de la familia retratada. El mensaje de la cinta es tan devastador que se le perdona alguna incongruencia del guión, marca de la casa, como el hecho de que unos acusados de violación abandonen la prisión al poco tiempo de ser encerrados, o vayan apareciendo un reguero de castrados en el hospital  sin que la policía tome cartas en el asunto.


La narración está dominada por los impulsos pasionales y emocionales de sus personajes, caracterizados como viene siendo habitual en el autor de Hierro 3 por ser seres traumatizados acometiendo acciones que se escapan a la lógica, guiados absolutamente por los instintos más primarios del ser humano. En Moebius no hay lugar para medias tintas. Los personajes solo se relacionan para demostrar afecto u odio en un apasionante festival de gemidos y lamentaciones en el cual la palabra no tiene cabida. Todos estos aspectos remiten inevitablemente a los pasajes más salvajes de La isla, su hipnótica  y silenciosa historia de amor sado-masoquista en la que los anzuelos hacían auténticos estragos en un idílico entorno de casas flotantes para pescadores.


Mantener una película con la ausencia absoluta de diálogos se antoja complicado, pero el director coreano vuelve a demostrar su portentoso expresionismo narrativo. Sus deprimidos protagonistas en La isla, Hierro 3, o El Arco apenas articulaban palabra a modo de rechazo por la vida que les había tocado sufrir, pero ese silencioso proceder contrastaba con la elocuencia verbal de los secundarios, que hablaban por los codos. Aquí, por el contrario, tal y como hizo en Amén, su obra más cuestionada por la crítica, se despoja plenamente de la palabra, que solo es utilizada en forma de texto en los momentos en los que el padre de familia lee en internet para informarse si hay alguna opción para su hijo de recuperar lo perdido. Ki-duk logra que no echemos de menos las voces, aunque hay situaciones que se antojan fuera de lugar, como el hecho de que en la comisaría de policía no haya intercambio verbal con las fuerzas de seguridad en una acusación de violación con varios implicados.


La última criatura fílmica de Ki-duk está voluntariamente descuidada en el plano formal, con un aspecto casi tan amateur como en Amén, pero con la gran diferencia de que aquí, afortunadamente, se ha dignado a editar el audio y su visionado resulta mucho menos crispante. Cuesta acostumbrarse de inicio a sus movimientos de cámara abruptos y nerviosos, así como al uso de zooms alocados al más puro estilo Sang-soo, filmados con una cámara digital bastante modesta que muestra una iluminación exagerada cuando es de día y una luz artificial que brilla por su ausencia en las escenas más oscuras. Personalmente, hubiese preferido que hubiese seguido la senda estética de sus trabajos con un estilo más cinematográfico, pero ese notorio aspecto austero no desentona en absoluto con el auténtico protagonista, el cariz sórdido de la narración. En el plano interpretativo, Ki-duk  vuelve a contar con Jo Jae-hyeon, actor fetiche en sus comienzos, protagonista de Bad Guy y Crocodile, y con un papel importante en Domicilio Desconocido, uno de los filmes más consistentes del autor coreano. Su actuación encarna a la perfección el sentimiento de culpa de su personaje respecto a la tragedia personal de su hijo. La actriz Lee Eun-woo interpreta a la madre y a la tendera de un modo tan sorprendente que no me percaté hasta ver los créditos finales que se trataba de la misma actriz, aunque sus voluptuosos senos resultan bastante sospechosos, especialmente teniendo en cuenta que las mujeres asiáticas no acostumbran a tener esas dimensiones descomunales. El joven Seo Young-ju no desentona en absoluto en su primera actuación para el cine y consigue llevar buena parte del peso de la silenciosa narración con solvencia.


Queda claro que el peculiar director coreano no se encuentra, psicológicamente hablando, en uno de sus mejores momentos, como ya dejó entrever en aquel curioso y «ombliguista» documental titulado Arirang. Sin embargo, tras tocar fondo con la posterior Amén, da la sensación de que su lenguaje cinematográfico ha vuelto a encontrar el equilibrio perdido en los últimos tiempos optando por la vía más transgresora y rehuyendo absolutamente del lirismo que tanto le caracterizó en su etapa más reconocida en los festivales. Pietà dejó claras muestras de recuperación del Ki-duk más repudiado, que curiosamente es el que más me atrae, pero con Moebius ha ido un paso más allá para recuperar el trono de «enfant terrible» del cine coreano con una obra tan imperfecta como contundente, que probablemente provocará el rechazo mayoritario del público más conservador que acuda atónito a su apoteósico arranque y su incendiario desarrollo, dignos del Takashi Miike más desbocado.


NOTA: 7,5/10